Doña Augusta se había preocupado de que la comida ofrecida tuviese de día excepcional, pero sin perder la sencillez familiar. La calidad excepcional se brindaba en el mantel de encaje, en la vajilla de un redondel verde que seguía el contorno de todas las piezas, limitado el círculo verde por los filetes dorados. El esmalte blanco, bruñido especialmente para destellar en esa comida, recogía en la variación de los reflejos la diversidad de los rostros asomados al fugitivo deslizarse de la propia imagen.
De Paradiso
José Lezama Lima, escritor cubano
El plato favorito de mi mamá, Lola era, es y será el mote de queso. Lola, Lolita, Lola, es en realidad Dolores.
Cuando su madre, mi abuela, Adela, había decidido ir a bautizarla, ya en la época en que mi abuelo,
Muchos años después cuando Lola, la jefe de relaciones públicas del aeropuerto El Dorado decidía coger el avión de media mañana de Bogotá a Barranquilla para pasar el fin de semana con nosotros, siendo yo todavía muy pequeña, mi tía se aseguraba de que el mote de queso estuviera listo en la olla de presión, (más bien olla feliz que depresión porque con su sonido asegura la felicidad del estomago de los comensales) a la hora de llegada de mi madre, que coincidía casi por sortilegio, con la hora del almuerzo.
Aunque Lola tomara un vuelo temprano por la mañana, un retraso aéreo o un atasco en el camino del aeropuerto a casa impedían que llegara antes del mágico momento en el que todos, jóvenes, niños y adultos éramos convocados en el lugar más glorioso de la casa: la mesa del comedor, donde lucía una Última Cena en la pared que yo siempre tenía a mi izquierda, más cerca de Judas que de Jesús, debajo del gran ventilador de techo que a mí me parecían como hélices de avión pegadas al techo y que cuyo gran objetivo era el de secar el sudor, que a mí me producía picor en la cara por el contacto con el aire caliente y la cara húmeda. Este calor se intensificaba en cuanto comenzábamos a tomar las primeras cucharadas de esa sopa hirviente y casi hiriente, a la cual no podíamos negarnos por su delicioso olor mientras que el ventilador se concentraba en su labor.
Esa sopa, el entrante -y saliente a través del sudor- hipernutritivo, hiperenergético, hipercasero e hipércaliente, se iba deslizando por nuestras gargantas como un cáliz sagrado, consagrado por la máxima sacerdotisa, tía Geo por supuesto, en ocasiones, y precedido por mi abuela Adela quien siempre servía la comida sin delantal (ninguna de las dos usó un delantal en su larga historia culinaria).
La sopa no tardaba en chispear en su blusa de flores pálidas y en el mantel, pero no importaba pues esos pringues formaban parte del repertorio musical de ese gran plato orquesta, que se unía a las notas de cucharas, vasos y platos y el lirismo casi operístico de un “cuidado se queman que está hirrrviendo”.
Aquí va el mote de queso de la versión original de Tía Geo, transcrita por mi madre Lola en un e-mail reciente: Asunto. Mote urgente. Texto: Mijita, aquí te mando la receta que me pediste…
Mote de queso
Ingredientes
Un ñame
Queso salado libra y media (variante: queso semicurado)
1 cebolla
1 tomate
Dos cucharadas de aceite
un ajito
Preparación
Se pela y se corta el ñame en trocitos y en una olla en agua caliente se echa el ñame y se va revolviendo a fuego medio hasta que se espese, luego se corta en trocitos y se le va echando poco a poco el queso revolviéndolo hasta echarlo totalmente y que no quede demasiado espeso al servir.
Aparte se le hace un guiso con cebolla tomate un ajo bien picaditos, se le añade aceite y una vez terminado el guiso se sirve el mote echándole el guiso a gusto por encima.