sábado, 11 de agosto de 2012

La gruta de la Sibila en Cuma (Campania)


Recuerdo ese día como si fuera ayer. Tenía tantas ganas de conocer ese lugar que en otro tiempo fue sagrado, transgredir todos esos símbolos mitológicos y perderme en esos pasadizos, túneles hexagonales que no podía casi esperar para llegar a Cuma, ese lugar escogido por los dioses para interpretar el destino de los hombres y mujeres de la Magna Grecia.


 Mimmo conducía el coche mientras escuchábamos algunas versiones remasterizadas de  baladas italianas de otra época.
Mi amiga Ilaria y yo conversábamos sobre la Sibila de Cuma, esa mujer extraordinaria que hipnotizó con sus dones al Dios Apolo.
Éste le pidió fundar un templo en su honor y le dijo que le concedería un deseo. La Sibila cogió un puñado de arena en la mano y le pidió al Dios que le diera años de vida como granos de arena. Era como tener la inmortalidad, sólo que olvidó pedirle al dios que le diera la juventud. De modo que la Sibila de Cuma tuvo que vivir casi 900 años en los que se fue haciendo vieja y arrugada y según dicen, su aspecto decreció al punto de tener el tamaño de un pájaro.
-Cosas de los dioses, murmuraba Ilaria mientras Mimmo hacía una increíble maniobra para poder aparcar cerca de allí.  Un par de horas antes, él mismo se había encargado de disponer una incierta caja de madera  en el maletero del coche.
Llegamos allí casi al mediodía ya que salir de la laberíntica Nápoles no es tarea fácil ni siquiera para un napolitano como Mimmo en pleno mes de agosto. De todas formas ante nosotros  se abrían los hexágonos de piedra, nuestras voces resonaban en ecos dispersos y la minúscula luz que entraba creaba un halo de misterio y de evasión.  Cerca las ruinas erosionadas por el mar circundante: ante mis ojos estaba Cuma, la primera colonia griega en la Campania y cuyo  alfabeto dio lugar al latín, según me explicaba la noche antes, María, la hermana filóloga de mi amiga.
Casi al instante de atravesar la entrada empedrada, lo que seguramente era el hambre de mitos nos produjeron a mi amiga y a mí unos extraños espasmos en el vientre y un extraño mareo que nos hizo, durante unos instantes perder el vínculo con la realidad. Unas piedras del templo de Apolo nos dieron la bienvenida y cuando yo ya estaba a punto de caer en trance e Ilaria tenía los ojos del color de las nubes, Mimmo a quien habíamos perdido de vista hacia unos instantes, volvía en una especie de visión con la incierta caja de madera. En medio de mi ahogo pensé que traía la caja de pandora y lo peor es que no tenía fuerzas suficientes para abrirla. -Es una ceremonia que debes oficiar, me dijo sin titubeos.
Con la navaja suiza logré abrir la caja y os juro que no dejé salir todos los males del planeta, ni un pajarillo verde para devolverle la esperanza al mundo, (que en algún sitio estará); muy al contrario unas islas flotantes de color blanco nadaban en el agua de la caja dispuestas para sacralizar el banquete, pues  Ila, co-  oficiante de la ceremonia partió con su cuchillo unas lascas de pan brutto (tipo pan de pagès pero de trigo sarraceno) y dentro colocó la mozarrella de búfala campana  con ansiado rigor.
 Llevada por el espíritu mítico del lugar, supe entonces lo que  era ambrosia, el néctar sagrado que hasta entonces pensaba haber probado pero cuyo sabor se deslizaba en mi boca evocando antiguas escenas rituales.  
Todo lo que ocurrió después creo que pertenece a una ensoñación pasajera aunque los lugares son localizables en mapas de la zona y las personas sí que aparecen en fotos de esa sorprendente jornada estival.     
(Fín de la Primera Parte)