miércoles, 4 de junio de 2014

Hoy los ángeles comen mote de queso


Dejé la casa

Dejé a los míos

A mis tibios aromas

A mis muertos

 

De La Ceiba.

Claribel Alegría

 

Esta noche volveré allí de alguna manera. Yo sé la fórmula pues desde pequeña aprendí a soñar con lo que yo deseaba. Ese sueño se cumplirá hoy.

Abro la verja y doy unos pasos hacia la terraza donde está el columpio de madera donde mis primos Octavio y Saúl  y yo de pequeños nos sentábamos a contar cuentos y a comer raspaos. Abro la puerta, atravieso el salón sin detenerme. Entro a la habitación de mi tía, me siento en su cama, veo su armario siempre bajo llave, su repisa de los santos siempre iluminada por las velas y olorosa por las flores blancas, contemplo su enorme mecedora con unas revistas viejas encima de un cojín deslucido; atravieso también el cuarto contiguo donde duerme mi abuela; siento el olor de su almohada a trigo y anís, me detengo en su repisa con fotos mías y de mi madre y algunas caras  que había olvidado, abro el cajón de la cómoda y miro uno a uno los álbumes familiares y reviso unos cuantos libros míos que se han humedecido por el calor y unos perfumes medio evaporados; salgo al comedor y me invade el olor a maíz, a ñame, a coco, a especias.

 Al fondo se escucha el eco de unas voces femeninas que discuten en la cocina sobre el almuerzo del día. Y ahí están: son mi tía Geo y mi tía Ceci, la mujer de mi tío; ambas cuando me ven no se asombran, simplemente me sonríen y me dejan probar una cucharada de lo que hay en cada olla; luego de la breve degustación, me acerco a la nevera y encuentro prodigiosamente una jarra con jugo de zapote, de corozo, o ¿es de tamarindo? Sirvo aquella pócima sagrada y helada en dos vasos que me resultan familiares y los llevo cuidadosamente hacia el patio donde están las mecedoras en la sombra. En una de ellas está sentada mi abuela Adela, de espaldas, mirando al infinito y abanicándose, yo le acerco el vaso y ella tampoco se sorprende de verme allí mismo a su lado, simplemente, me sonríe con naturalidad y me asegura que hace mucho calor mientras me acerca con dificultad la otra mecedora. Las dos ahora nos mecemos sincopadas a la sombra de la buganvilla sexagenaria que ella y su hermana, tía Geo plantaron una calurosa mañana de marzo. Dejo de mecerme de golpe y bebo por fin ese néctar divino bajo el resplandor del sol del Caribe que me abraza paternalmente y me reconforta, extiendo mi mano y busco el contacto de esa mano lánguida y morena que me roza... hasta que el sueño se acaba y me despierto con mucha, mucha sed y con mis ojos empañados en lagrimas.     

sábado, 11 de agosto de 2012

La gruta de la Sibila en Cuma (Campania)


Recuerdo ese día como si fuera ayer. Tenía tantas ganas de conocer ese lugar que en otro tiempo fue sagrado, transgredir todos esos símbolos mitológicos y perderme en esos pasadizos, túneles hexagonales que no podía casi esperar para llegar a Cuma, ese lugar escogido por los dioses para interpretar el destino de los hombres y mujeres de la Magna Grecia.


 Mimmo conducía el coche mientras escuchábamos algunas versiones remasterizadas de  baladas italianas de otra época.
Mi amiga Ilaria y yo conversábamos sobre la Sibila de Cuma, esa mujer extraordinaria que hipnotizó con sus dones al Dios Apolo.
Éste le pidió fundar un templo en su honor y le dijo que le concedería un deseo. La Sibila cogió un puñado de arena en la mano y le pidió al Dios que le diera años de vida como granos de arena. Era como tener la inmortalidad, sólo que olvidó pedirle al dios que le diera la juventud. De modo que la Sibila de Cuma tuvo que vivir casi 900 años en los que se fue haciendo vieja y arrugada y según dicen, su aspecto decreció al punto de tener el tamaño de un pájaro.
-Cosas de los dioses, murmuraba Ilaria mientras Mimmo hacía una increíble maniobra para poder aparcar cerca de allí.  Un par de horas antes, él mismo se había encargado de disponer una incierta caja de madera  en el maletero del coche.
Llegamos allí casi al mediodía ya que salir de la laberíntica Nápoles no es tarea fácil ni siquiera para un napolitano como Mimmo en pleno mes de agosto. De todas formas ante nosotros  se abrían los hexágonos de piedra, nuestras voces resonaban en ecos dispersos y la minúscula luz que entraba creaba un halo de misterio y de evasión.  Cerca las ruinas erosionadas por el mar circundante: ante mis ojos estaba Cuma, la primera colonia griega en la Campania y cuyo  alfabeto dio lugar al latín, según me explicaba la noche antes, María, la hermana filóloga de mi amiga.
Casi al instante de atravesar la entrada empedrada, lo que seguramente era el hambre de mitos nos produjeron a mi amiga y a mí unos extraños espasmos en el vientre y un extraño mareo que nos hizo, durante unos instantes perder el vínculo con la realidad. Unas piedras del templo de Apolo nos dieron la bienvenida y cuando yo ya estaba a punto de caer en trance e Ilaria tenía los ojos del color de las nubes, Mimmo a quien habíamos perdido de vista hacia unos instantes, volvía en una especie de visión con la incierta caja de madera. En medio de mi ahogo pensé que traía la caja de pandora y lo peor es que no tenía fuerzas suficientes para abrirla. -Es una ceremonia que debes oficiar, me dijo sin titubeos.
Con la navaja suiza logré abrir la caja y os juro que no dejé salir todos los males del planeta, ni un pajarillo verde para devolverle la esperanza al mundo, (que en algún sitio estará); muy al contrario unas islas flotantes de color blanco nadaban en el agua de la caja dispuestas para sacralizar el banquete, pues  Ila, co-  oficiante de la ceremonia partió con su cuchillo unas lascas de pan brutto (tipo pan de pagès pero de trigo sarraceno) y dentro colocó la mozarrella de búfala campana  con ansiado rigor.
 Llevada por el espíritu mítico del lugar, supe entonces lo que  era ambrosia, el néctar sagrado que hasta entonces pensaba haber probado pero cuyo sabor se deslizaba en mi boca evocando antiguas escenas rituales.  
Todo lo que ocurrió después creo que pertenece a una ensoñación pasajera aunque los lugares son localizables en mapas de la zona y las personas sí que aparecen en fotos de esa sorprendente jornada estival.     
(Fín de la Primera Parte)

domingo, 29 de julio de 2012

Mote de queso para Lola


Doña Augusta se había preocupado de que la comida ofrecida tuviese de día excepcional, pero sin perder la sencillez familiar. La calidad excepcional se brindaba en el mantel de encaje, en la vajilla de un redondel verde que seguía el contorno de todas las piezas, limitado el círculo verde por los filetes dorados. El esmalte blanco, bruñido especialmente para destellar en esa comida, recogía en la variación de los reflejos la diversidad de los rostros asomados al fugitivo deslizarse de la propia imagen.

De Paradiso
José Lezama Lima, escritor cubano


El plato favorito de mi mamá, Lola era, es y será el mote de queso. Lola, Lolita, Lola, es en realidad Dolores.

Cuando su madre, mi abuela, Adela, había decidido ir a bautizarla, ya en la época en que mi abuelo, Santiago Pérez Múnera, se encontraba enfermo entregado a las pastillas que le curaban el insomnio pero que lo alejaban de la realidad y lo dejaron desprendido en las cuatro paredes de su habitación de la que salía muy poco, mi bisabuela, la madre de Santiago, corrió detrás de ellas por la calle del barrio Olaya gritando a “boca pelá” con un vozarrón de matrona cartagenera: -“Ade, no le pongas Lola a la criatura, mira que las Lolas sufrimos mucho en la vida”. Mi abuela hizo oídos sordos y se fue directa a la iglesia del Socorro (una de mis iglesias preferidas de Barranquilla), quien recordó el eco de las palabras de misia Lola, como llamaba Adela a su suegra, mientras que sobre el vestido de percal de la pequeña Dolores cayeron unas gotas, alegres e impetuosas que ya, como su nombre, penetraban en la piel.   La iglesia del Perpetuo Socorro para entonces lucía así:


Muchos años después cuando Lola, la jefe de relaciones públicas del aeropuerto El Dorado decidía coger el avión de media mañana de Bogotá a Barranquilla para pasar el fin de semana con nosotros, siendo yo todavía muy pequeña, mi tía se aseguraba de que el mote de queso estuviera listo en la olla de presión, (más bien olla feliz que depresión porque con su sonido asegura la felicidad del estomago de los comensales) a la hora de llegada de mi madre, que coincidía casi por sortilegio, con la hora del almuerzo.
Aunque Lola tomara un vuelo temprano por la mañana, un retraso aéreo o un atasco en el camino del aeropuerto a casa impedían que llegara antes del mágico momento en el que todos, jóvenes, niños y adultos éramos convocados en el lugar más glorioso de la casa: la mesa del comedor, donde lucía una Última Cena en la pared que yo siempre tenía a mi izquierda, más cerca de Judas que de Jesús,  debajo del gran ventilador de techo que a mí me parecían como hélices de avión pegadas al techo y que cuyo gran objetivo era el de secar el sudor, que a mí me producía picor en la cara por el contacto con el aire caliente y la cara húmeda. Este calor se intensificaba en cuanto comenzábamos a tomar las primeras cucharadas de esa sopa hirviente y casi hiriente, a la cual no podíamos negarnos por su delicioso olor mientras que el ventilador se concentraba en su labor.
Esa sopa, el entrante -y saliente a través del sudor- hipernutritivo, hiperenergético, hipercasero e hipércaliente, se iba deslizando por nuestras gargantas como un cáliz sagrado, consagrado por la máxima sacerdotisa, tía Geo por supuesto, en ocasiones, y precedido por mi abuela Adela quien siempre servía la comida sin delantal (ninguna de las dos usó un delantal en su larga historia culinaria).
La sopa no tardaba en chispear en su blusa de flores pálidas y en el mantel, pero no importaba pues esos pringues formaban parte del repertorio musical de ese gran plato orquesta, que se unía a las notas de cucharas, vasos y platos y el lirismo casi operístico de un “cuidado se queman que está hirrrviendo”.
Aquí va el mote de queso de la versión original de Tía Geo, transcrita por mi madre Lola en un e-mail reciente:  Asunto. Mote urgente. Texto: Mijita, aquí te mando la receta que me pediste…
Mote de queso

Ingredientes

Un ñame
Queso salado libra y media (variante: queso semicurado)
1 cebolla
1 tomate
Dos cucharadas de aceite
un ajito


Preparación

Se pela y se corta el ñame en trocitos  y en una olla en agua caliente se echa el ñame y se va revolviendo a fuego medio hasta que se espese, luego se corta en trocitos y se le va echando poco a poco el queso revolviéndolo hasta echarlo totalmente y que no quede demasiado espeso al servir.
Aparte se le hace un guiso con cebolla tomate un ajo bien picaditos, se le añade aceite y una vez terminado el guiso se sirve el mote echándole el guiso a gusto por encima.

lunes, 23 de julio de 2012

Maternidad

A mis amigas Lucie Q y  María V 

-Hola, me dijo apresuradamente arreglándose la falda de volantes con un dibujo estampado algo psicodélico. .-Soy la maternidad.
- ¿A qué piso va?, dije distraída o queriendo parecerlo.
-Al sexto.
-Ah, pues vamos al mismo. Dije mientras la sangre comenzaba a fluir a borbotones por mi cerebro. Palidecí.
Pulsé el botón que ponía claramente el número 6 después de que mi dedo coqueteó durante varios segundos con el que no pone ningún número sino el dibujo de una campana en un fondo amarillo o naranja que todo el mundo sabe que sustituye la palabra ALARMA.
Estaba poco acostumbrada a usar ese aparato que me parecía antinatural. Que bien poder subir escaleras. Se te pondrán unas piernas lindas, me dijo una vez mi madre cuando compré el piso aún sin ascensor, y yo practicaba el sube y baja cada día en honor a ella y a las piernas femeninas.      
El ascensor emprendió su marcha con un relinchillo y un corto temblor. "No me dejaré amedrentar por esta vieja que se viste como jovencita hippie y mucho menos por este vehículo demoniaco", pensé aferrada a la última palabra como quien retara a Satanás rezando un padrenuestro.      
Hubiera querido subir por las escaleras pero últimamente iba tan cansada y soñolienta, que contuve la respiración y entre allí, en el claustrofóbico ascensor, para subir cuanto antes y poder dormir una siesta que cada día se prolongaba media hora más.
Baje la cabeza. Le miré los pies a la vieja y vi que no llevaba zapatos. "Que barbaridad" balbuceé. "No deberían permitir a la gente ir descalza, esta loca se ha colado en el edificio", me aseguré y me escandalicé con la rapidez de mi pensamiento, que concluyó en una milésima de segundo que: Hoy en día alguien que va descalzo es alguien que está descaradamente loco.
Sin embargo, me mantuve firme en mi dictamen intuitivo, respiré hondo y decidí mirarla a la cara, pero la frondosidad de su cabello estilo afro no me permitió ver claramente su perfil. Intente moverme hacia delante pero el ascensor me abalanzó de costado parándose en seco y dando fin a esa pesadilla en movimiento.
Cuando se abrieron las puertas ella salió primero, yo salí detrás y recogí del suelo un objeto que se había deslizado de su enorme bolso de ropavejera. El objeto hizo cric cuando lo alcancé. Me dio asco tocarlo.
-Señora, se le ha caído esto. Exclamé mientras lo sostenía en la mano. Mis dedos sin querer lo palparon bien; era el clásico patito de goma que habita en las bañeras infantiles. Arbitrariamente el patito volvió a gruñir cric.
La mujer no se giró. Atravesó el rellano enmoquetado con sus pies descalzos y se detuvo en la tercera puerta. Apretó el timbre suavemente. En ese momento me pareció estar sosteniendo una bomba de relojería a punto de estallar en mi mano sudorosa.

sábado, 21 de julio de 2012

Celia


Este será el primero de todos los relatos que puedan aparecer acerca de la estadía de una mujer gato en el condado de Got porque el personaje que introduciré a continuación pertenece al prólogo de un libro, cuyas páginas fueron borradas a propósito por detractores y amigos ofendidos que pagaron sumas enormes por ver desaparecer aquello que fue tocado por el caos.
Sin embargo gracias a la buena tarea de  reciclaje  de algunos barrios del condado algunos borradores fueron encontrados y he aquí la primera de esas historias que recorren la ciudad como cerillas que alguna vez sirvieron para encender y  fueron apagadas por milicias urbanas.


 
De ser un personaje literario, la podría comparar con la protagonista de La hora de la estrella de Clarice Linspector, aunque su libro favorito era Emma Austen, desde luego, Clarice le quedaba muy lejos y la Bronte muy cerca, al ser Celia de cuna y apellidos escoceses, pues había nacido en un pueblo cerca de la horrible Glasgow, -sólo ella podía matizar ese adjetivo horrible haciéndolo sonar como una traducción libre  de bloody hell.
Como decía antes, el apellido era sin duda escocés y fácil de adivinar: Wallace. Celia Wallace -un nombre cálido y un apellido épico que hacía pensar en crudas batallas entre celtas e ingleses con Mel Gibson al mando. Bueno mejor sin Mel Gibson.
Cuando nos presentaron en el piso en el que yo viviría en calle Sardenya me dio la mano y me dijo: -soy Celia- aunque yo tardaría mucho tiempo en reconocer que su nombre verdadero era Cecilia, así figuraba en su tarjeta de residencia temporal. 
Cecilia, es decir, Celia y yo compartiríamos mi primera vivienda en la ciudad. Casi sin que comenzara a desempacar mis maletas, Celia ya me ofrecía una taza de té de Ceylan.  
Muchas noches, cuando yo volvía de uno de mis largos paseos nocturnos, me la encontraba en su habitación dormida o escuchando blues con la puerta entreabierta con cierto libro de advanced grammar en la orilla de la cama, según ella era de lo mejor para atrapar el sueño rápidamente.
Celia, (puesto que para mí siempre fue Celia, aunque en las cartas que recibí unos años después estaba escrito Cecilia Wallace como remitente) podría decirse que fue mi hada madrina en esa primera y agridulce estancia que me esperaba en el condado de Got.
Gracias a los garbanzos de Celia que cocinaba con mucho curry y sus abundantes tazas de té de Ceylan, me sentía más animada para estudiar porque  el dinero que había traído para un año había menguado en tres meses y el que me giraba mi abuela, no me llegaba sino para comprar la carísima tarjeta del tren del Vallès, algo de comida y para hacer algunas cuantas fotocopias, la mayoría de veces no podía permitirme ni un café de maquina, aunque de vez en cuando aparecía por arte de magia algo de suelto en mi monedero beber ese café me parecía un trago de vitalidad.  
-¿Qué fue de Celia y de su té de Ceylan?- me preguntaron al cabo de algunos años amigos míos de Got que la conocieron. Recuerdo a su padre en la ceremonia de mi graduación con cara de orgullo al ver que su hija hablaba un poco de español, recuerdo también una cafetera americana, -la herencia que me dejó de cuando volvió a Glasgow. A Celia le gustaba el café muy ligero y largo.
 Ahora que ya es de madrugada y no consigo conciliar el sueño, busco debajo de mi cama aquel libro de advanced grammar que Celia olvidó llevarse del piso de calle Sardenya, o quizá me lo dejara de herencia. Esta noche siento la necesidad de hojearlo sin más, sólo para asegurarme de que ella estará descansando feliz en un sitio donde los ángeles improvisan un blues.

Marcia & Cat people
De la serie de relatos inéditos: Residentes Temporales.

lunes, 16 de julio de 2012

Las dos fundaciones de Nápoles

Nápoles, tierra de sirenas
Neapolis,  que en griego quiere decir ciudad nueva, es sin duda una de mis ciudades preferidas, entre otras cosas porque en sus calles uno se siente como en un lugar trasladado de Europa, inconexo, con raíces esotéricas propias que a mi me envolvieron desde la primera vez que me bajé del taxi en Vía Toledo.
De hecho, una de esas edificaciones más notables y visitadas es el  Castel de l’ Uovo. Una edificación de estilo normando que parece mecida por las olas del mar.  Una impresionante vista del golfo de Nápoles me recuerda que hay existen dos leyendas que se funden allí y ambas tienen que ver con el origen de Partenopea, nombre antiguo de Nápoles.
Se dice que cuando Ulises volvía de Troya rumbo a Itaca escuchó la dulce voz de las sirenas cerca del golfo de Nápoles pero gracias a los consejos de Circe decidió tapar con cera las orejas de los marineros y hacerse atar con una cuerda al mástil. Ha dado tanto de que hablar esa imagen mitológica, tantas ilustraciones, pinturas, películas, poesías y canciones  han recreado esa tentación del viaje de de vuelta de Ulises, pero poco a nada se supo del futuro de las sirenas.
      Al ser vistas por un ser humano, en este caso, Ulises, y mas aún si éste había osado en oir su dulce canto, el destino de las sirenas fue terrible. Una de ellas, Parténope tenía la voz más cálida y profunda pero  también  su vida se fue diluyendo poco a poco, de forma sincopada, como la corriente que la acercaba a la bahía donde fue enterrada. Allí en una cueva junto con el ejercito de algas que la acompañaban, Parténope lucía su majestuosa y salina belleza ante la atónita mirada de unos mercaderes que curioseaban. 
Otros autores  afirman que se trataba de una dondella griega que habiendo hecho el voto de castidad, se enamoró de un joven que la indujo a huir juntos de su tierra natal y después de una larga travesía llegaron a esta bahía y allí se quedaron. Se dice también que esta Parténope fue madre de muchos hijos, y que durante su larga vida, junto con su marido vio llegar forasteros  venidos de diversos lugares del Mediterráneo a quienes ellos mismos acogían.  En todo caso, sirena mitológica o doncella griega, Parténope murió en esa playa y su sepulcro es el inicio de una ciudad nueva.

Castel de l’Uovo
El Castillo del huevo no tiene relación con los huevos fritos en la solfatara, más bien, en esta segunda fundación de Nápoles debo resaltar su valor como símbolo de la purificación, del renacimiento pero también de la vida efímera, así como su relación intrínseca con la magia que envuelve la ciudad.
Era una de esas noches de verano en que el sol decididamente quería acompañarme. Me había sentado en una pequeña terraza cerca del Borgho Marinaro, y estaba probando unos deliciosos espaguetis alla luciana en frente de un lugar llamado “Il Tabachaio”, una puerta de madera roída, donde se adivinaba un dibujo de lo que en otra época fue un zapato masculino, mientras mi buen amigo Vincenzo me explicaba que estos espaguettis debían su nombre a  los “Luciani” o  habitantes del más antiguo barrio marinero de Nápoles. Ellos son unos  expertos pescadores y  cocinan el pulpo  de una forma muy singular.
Después de ese banquete marinero, mi vista pasó a perderse en el  castillo  y de nuevo recordé a Virgilio. Pero esta vez no me vino a la mente  el poeta de la Enéida ni mi enciclopedia, sino el libro de Matilde Serao, escritora, cronista y fabuladora de su ciudad natal que cuenta varias anécdotas iniciáticas de Virgilio. Una, cuando Nápoles fue invadida por una peste de moscas y él mismo fabricó una “mosca de oro” que las espantó a todas fuera de la ciudad. Otra, cuando se habla de una terrible serpiente que había mordido a varios niños de Pendino y que gracias a una fórmula mágica, no tardó en desaparecer.
Conocidos y legendarios son sus paseos por los Campi feglei, por Mergellina, pero la más alegórica sin duda es cuando llevó un huevo como presente al Duque de Nápoles, quien le enseñaba su nuevo y reformado castillo en frente del mar.
Ante el desconcierto del Duque por tan curioso regalo, Virgilio explicó con voz parca y un leve acento mantuano (o por lo menos yo me lo imagino así en mi cabeza) : “En esta  pequeña jaula de vidrio se encentra el futuro de Nápoles. Si se busca un lugar subterráneo y equilibrado para este huevo, buenos tiempos y afortunado futuro le depara a la ciudad, si por lo contrario se descuidara su base y por tanto fallara su estabilidad, tiempos de miseria, pestes y catástrofes se avecinan para los napolitanos”.
Imagino también que aquel duque, no dudó un segundo en dar dos agudos toques de una campana de metal que tendría en su salón y en cuanto llegara su más allegado sirviente, le pediría llamar al mejor herrero de Mergelina para que forjara esa misma noche una caja en hierro para poder insertar la jarra de vidrio y con ella el valioso pero frágil presente.

Desde entonces, invención o no, se cuenta que el futuro de Nápoles está a buen resguardo en una  minúscula fosa del castillo. Todos los que por allí pasaron y gobernaron, entre ellos Rugero Il  Normando, la reina Juana, Carlo I de Anjou, Alfonso de Aragon, entre otros, sólo se atrevieron a cambiar y transformar el aspecto de sus torreones y muros; en lo que concierne al huevo, cada uno de ellos se encargó de guardar el secreto de su ubicación y equilibrio subterráneo, manteniendo así el buen presagio para su gente.              

sábado, 14 de julio de 2012

Tardes de verano

                
                                               A Saúl y Octavio y por supuesto a mi tía abuela

Los veranos en el Caribe trascurrían a veces sin una gota de lluvia, más bien con mini gramos de brisa. Aún así no me recuerdo diciendo, ¡ay, qué calor! y esas cosas que uno sufre de adulto (de todas maneras allí se diría más bien: "¡tronco 'e sofoco, carajo!)
Mis primos y yo pasábamos las tardes enteras correteando por la terraza  de casa  de mi tía Geo en la caribeña ciudad de Barranquilla inventando nuevos juegos, imitando a nuestros super héroes, leyendo pakitos (tebeos) pero cualquiera de esos juegos era interrumpido y nuestra expresión se quedaba fija al escuchar el timbre desafinado del carrito de raspaos. En ese instante  corríamos hacia la verja y gritábamos para que parara y nos diera ese fabuloso raspao –improbable derivación  de la granita italiana pues carece de cualquier glamour ya que no te la dan en un bar con copa de vidrio sino pero en vasito de cartón de tono gris, y no te la entrega un elegante camarero con corbatín sino un humilde y sudoroso vendedor ambulante que lleva su carrito con colores de plástico casi tan desgastado como su gorra. De ahí deriva su encanto.


El raspao callejero, lejos de tomarse con cucharilla se va chupando, hasta quedar hecho agua. Los sabores que nos hacían perder la concentración de nuestros juegos y cuentos infantiles eran limón para Saúl, kola para Octavio (por que se puede hacer con Kola Román, un refresco originario de Cartagena) y para mí un reluciente raspao de tamarindo con un poco de leche condensada por encima que se nos iba derritiendo mientras entrábamos a la terraza para tomarlo allí sentados los tres en el columpio de madera, que es sin duda el mejor testigo de aquellos  veranos.
El raspao se puede hacer en casa, de ahí esta receta que me inventé una tarde de finales de verano en Barcelona después de haber descubierto que en una tienda de especialidades asiáticas vendían el tamarindo en cajita y la preparé llevada por la nostalgia, ingrediente casi tan agridulce como el tamarindo.

Raspao de tamarindo

Ingredientes

Hielo picado
1 taza de tamarindos maduros o ¼ de pasta de tamarindo (en tiendas de comida asiática)
5 vasos de agua
½ vaso de leche condensada 

Preparación

Se pica el hielo en la licuadora y luego se le agrega el jugo de tamarindo y el agua.
Se sirve con una capa fina de leche condensada en una copa de helado.



[1] la ilustración: http://cartagena.olx.com.co/maquina-de-raspao-o-cholados-marca-nostagia-entrega-inmediata.