miércoles, 4 de junio de 2014

Hoy los ángeles comen mote de queso


Dejé la casa

Dejé a los míos

A mis tibios aromas

A mis muertos

 

De La Ceiba.

Claribel Alegría

 

Esta noche volveré allí de alguna manera. Yo sé la fórmula pues desde pequeña aprendí a soñar con lo que yo deseaba. Ese sueño se cumplirá hoy.

Abro la verja y doy unos pasos hacia la terraza donde está el columpio de madera donde mis primos Octavio y Saúl  y yo de pequeños nos sentábamos a contar cuentos y a comer raspaos. Abro la puerta, atravieso el salón sin detenerme. Entro a la habitación de mi tía, me siento en su cama, veo su armario siempre bajo llave, su repisa de los santos siempre iluminada por las velas y olorosa por las flores blancas, contemplo su enorme mecedora con unas revistas viejas encima de un cojín deslucido; atravieso también el cuarto contiguo donde duerme mi abuela; siento el olor de su almohada a trigo y anís, me detengo en su repisa con fotos mías y de mi madre y algunas caras  que había olvidado, abro el cajón de la cómoda y miro uno a uno los álbumes familiares y reviso unos cuantos libros míos que se han humedecido por el calor y unos perfumes medio evaporados; salgo al comedor y me invade el olor a maíz, a ñame, a coco, a especias.

 Al fondo se escucha el eco de unas voces femeninas que discuten en la cocina sobre el almuerzo del día. Y ahí están: son mi tía Geo y mi tía Ceci, la mujer de mi tío; ambas cuando me ven no se asombran, simplemente me sonríen y me dejan probar una cucharada de lo que hay en cada olla; luego de la breve degustación, me acerco a la nevera y encuentro prodigiosamente una jarra con jugo de zapote, de corozo, o ¿es de tamarindo? Sirvo aquella pócima sagrada y helada en dos vasos que me resultan familiares y los llevo cuidadosamente hacia el patio donde están las mecedoras en la sombra. En una de ellas está sentada mi abuela Adela, de espaldas, mirando al infinito y abanicándose, yo le acerco el vaso y ella tampoco se sorprende de verme allí mismo a su lado, simplemente, me sonríe con naturalidad y me asegura que hace mucho calor mientras me acerca con dificultad la otra mecedora. Las dos ahora nos mecemos sincopadas a la sombra de la buganvilla sexagenaria que ella y su hermana, tía Geo plantaron una calurosa mañana de marzo. Dejo de mecerme de golpe y bebo por fin ese néctar divino bajo el resplandor del sol del Caribe que me abraza paternalmente y me reconforta, extiendo mi mano y busco el contacto de esa mano lánguida y morena que me roza... hasta que el sueño se acaba y me despierto con mucha, mucha sed y con mis ojos empañados en lagrimas.