Dejé la casa
Dejé a los míos
A mis tibios aromas
A mis muertos
De La Ceiba.
Claribel Alegría
Esta
noche volveré allí de alguna manera. Yo sé la fórmula pues desde pequeña
aprendí a soñar con lo que yo deseaba. Ese sueño se cumplirá hoy.
Abro
la verja y doy unos pasos hacia la terraza donde está el columpio de madera
donde mis primos Octavio y Saúl y yo de
pequeños nos sentábamos a contar cuentos y a comer raspaos. Abro la puerta,
atravieso el salón sin detenerme. Entro a la habitación de mi tía, me siento en
su cama, veo su armario siempre bajo llave, su repisa de los santos siempre
iluminada por las velas y olorosa por las flores blancas, contemplo su enorme
mecedora con unas revistas viejas encima de un cojín deslucido; atravieso
también el cuarto contiguo donde duerme mi abuela; siento el olor de su
almohada a trigo y anís, me detengo en su repisa con fotos mías y de mi madre y
algunas caras que había olvidado, abro
el cajón de la cómoda y miro uno a uno los álbumes familiares y reviso unos
cuantos libros míos que se han humedecido por el calor y unos perfumes medio
evaporados; salgo al comedor y me invade el olor a maíz, a ñame, a coco, a
especias.
Al fondo se escucha el eco de unas voces
femeninas que discuten en la cocina sobre el almuerzo del día. Y ahí están: son
mi tía Geo y mi tía Ceci, la mujer de mi tío; ambas cuando me ven no se
asombran, simplemente me sonríen y me dejan probar una cucharada de lo que hay
en cada olla; luego de la breve degustación, me acerco a la nevera y encuentro
prodigiosamente una jarra con jugo de zapote, de corozo, o ¿es de tamarindo?
Sirvo aquella pócima sagrada y helada en dos vasos que me resultan familiares y
los llevo cuidadosamente hacia el patio donde están las mecedoras en la sombra. En una de ellas
está sentada mi abuela Adela, de espaldas, mirando al infinito y abanicándose,
yo le acerco el vaso y ella tampoco se sorprende de verme allí mismo a su lado,
simplemente, me sonríe con naturalidad y me asegura que hace mucho calor
mientras me acerca con dificultad la otra mecedora. Las dos ahora nos mecemos
sincopadas a la sombra de la buganvilla sexagenaria que ella y su hermana, tía
Geo plantaron una calurosa mañana de marzo. Dejo de mecerme de golpe y bebo por
fin ese néctar divino bajo el resplandor del sol del Caribe que me abraza
paternalmente y me reconforta, extiendo mi mano y busco el contacto de esa mano
lánguida y morena que me roza... hasta que el sueño se acaba y me despierto con
mucha, mucha sed y con mis ojos empañados en lagrimas.